La carrera por descubrir y producir en masa la vacuna contra el Covid-19 no está exenta de dilemas éticos, como lo demuestra la historia de los ensayos farmacológicos en humanos.
Uno de los casos que suscitan reflexión sobre los límites de lo ético para salvar vidas fue el experimento del médico inglés Edward Jenner para probar la efectividad de la vacuna contra la viruela.
Nadie pone en duda las motivaciones médicas de Jenner para frenar una enfermedad que asedió a la humanidad desde los primeros asentamientos agrícolas hace 12.000 años. Su devastación quedó registrada en los papiros y las escrituras de las grandes culturas de los antiguos imperios de Egipto, Grecia y Roma.
El purulento mal se había esparcido por Europa, Asia y África para el siglo VI. El clero francés describió los síntomas inequívocos: una fiebre violenta seguida por grandes pústulas en la piel. Si el infortunado sobrevivía, las llagas se convertían en costras que luego dejaban el cuerpo cubierto de cientos de abominables cicatrices.
Quizás la peor parte de la viruela la padecieron los pueblos de América, quienes no tenían ninguna exposición al virus antes de la llegada de los conquistadores españoles y portugueses.
La infección de los Incas antes de la llegada de Francisco Pizarro contribuyó a la debilidad del imperio y a su posterior caída. Los aztecas no tuvieron mejor suerte. Hernán Cortés habría destruido el imperio Azteca con la ayuda de la viruela, que desembarcó junto a sus 550 hombres en el Puerto de Veracruz en 1519.
Los historiadores creen que la viruela y otras enfermedades europeas redujeron en un 90 por ciento la población indígena en el norte y en el sur de América, causando un efecto más devastador que cualquier batalla.
El llamado genocidio americano no fue infligido por las armas y la fuerza bruta de los europeos sino por los virus que trajeron en sus cuerpos.
El antropólogo estadounidense Henry F. Dobyns, afirmó en su investigación Disease Transfer at Contact que el siglo XVI fue letal para las poblaciones originarias de América porque muchos de los patógenos del Viejo Mundo que atravesaron el Océano Atlántico en las expediciones de los conquistadores causaron epidemias en la tierra virgen.
Dobyns asegura que el 90 por ciento de la población de Mesoamérica y los Andes había muerto para 1568, menos de un siglo después del llamado Descubrimiento de América.
Los estudios epidemiológicos del siglo XVI determinaron que los virus europeos produjeron el peor desastre demográfico en la historia de la humanidad.
Aplicar la variolización
El virus seguía haciendo de las suyas para el siglo XVII. Una de las medidas desesperadas para frenarlo era la llamada variolización, una práctica originaria de China y la India en la que se inoculaba a voluntarios sanos con pus de enfermos en la nariz o en incisiones en las venas. Algunas personas morían pero en una tasa mucho menor a los que contraían el virus de manera natural.
Jenner descubrió que para reducir las muertes de las personas inoculadas había que inyectar una variante debilitada de la enfermedad para generar inmunidad con la menor cantidad de síntomas.
Estaba seguro de su teoría era correcta pero debía probarla.
El procedimiento, realizado en 1796, consistió en inocular a James Phipps, el hijo de 8 años de su jardinero, con el pus extraído de Sarah Nelmes, una ordeñadora de vacas infectada con cowpox, una enfermedad similar pero más leve que la viruela.
El niño (y la humanidad) tuvo la fortuna de que Jenner estaba en lo cierto y su osadía permitió que dos siglos después la grave enfermedad eruptiva y altamente contagiosa fuera erradicada del planeta.
El presidente estadounidense Thomas Jefferson escribió a Jenner en 1806: “Las futuras generaciones sólo conocerán a través de la historia que existió la detestable viruela y que tú la extirpaste”.